AQUÍ ESTOY YO

CAPÍTULO 8

Disclaimer: Los personajes no son de mi autoría sino de la estupenda creadora de la saga, S. Meyer.  Por otra parte, la trama, es mía. Esta historia, narra temas controversiales y que pueden causar algún tipo de molestia o incomodidad, por lo tanto, si no tienes criterio formado, te sugiero, no leas.

 

 

Capítulo editado por Jo Ulloa

 

 

"El hombre que satisface sexualmente a una mujer es su dueño; el que no, es su esclavo."

 

Enrique Jardiel Poncela.

 

 

AQUÍ ESTOY YO

 

 

¡Vete de aquí! ¡No sirves!

 

Pero yo… me esforzaré

 

¡No! ¡No te quiero aquí! ¡Lárgate!”

 

Yo sé que puedo hacerlo mejor” 

 

Es tu última oportunidad Isabella, vete de aquí”

 

Sollocé un poco entre sueños y me removí, titiritando un poco de frío mientras esos lastimosos sueños se agolpaban en mi inconsciente y  causaban un nudo en el estómago del cual era plenamente consciente. Escuché ruidos detrás de la puerta, fuertes y marcados pero continué en mi estado adormilado, agotada por todo el torrente de emociones por el que había atravesado horas antes.

 

Me cubrí un poco con la amplia falda del vestido pero no fue suficiente, estaba muy incómoda, tenía frío y sentía agarrotados todos los músculos de mi cuerpo. Estaba adolorida por haber pasado la noche en el suelo después que me corrió de su lado pero no me iba a ir a ninguna parte, yo no podía y… no quería irme. Estaba más que claro que él no me quería como su sumisa, a cada minuto me lo demostraba pero así también me dejaba ver que era un ser compasivo y estaba completamente segura de que sería un buen amo. Ya habían quedado disueltas todas mis dudas si es que alguna vez las llegué a tener. La otra tarde me había tratado con amabilidad y hasta podría decir que con ternura en la visita a la Dra. Conrad; estaba muy nerviosa y no porque ella le fuera a decir que yo no era virgen, ya que desde luego él no podía esperar eso de quién con tanta insistencia le pedía ser su instructor y más que eso, su amo, su Señor. Él me tranquilizó mucho, me habló suavemente y hasta me abrazó haciendo sentirme menos nerviosa en la visita a la ginecóloga; todavía podía sentir su olor y el calor de su cuerpo, sus fuertes brazos…

 

La tarde anterior, me había enviado al spa de su hotel para que me llenaran de tratamientos; también me depilaron, me hicieron el pedicure, manicure y aunque me rehusé hasta en enojo, las uñas de mis dedos de las manos y mis pies fueron pintadas de rojo sangre que no era un color feo, pero yo particularmente prefería algo más natural. Esa tarde extrañé a mis amigas, siempre íbamos juntas a consentirnos de vez en cuando a algún spa con algún tratamiento novedoso pero esta vez, ni siquiera tuve la posibilidad de elegir nada, solo me subí al auto que ya me esperaba al salir de la agencia, con ‘Paul’ que parecía estar a cargo de mi y me llevó a una tarde que debía ser de chicas.

 

Al terminar con toda la ‘atención especial’ como amablemente dijo una de las muchas mujeres que me atendió, me entregó una gran caja. La abrí y encontré un vestido muy bello adentro junto con los accesorios que lo complementaban, sin una nota ni nada. Mientras me vestía no podía dejar de sentirme como la mujer de la película de King Kong que era preparada y vestida en un ritual para ofrecérsela a la bestia, que resultó después que si tenía corazón. ¿Mi bestia tendría uno?

 

‘Mi bestia’ más bien era una especie de ser bipolar. La mayoría de la veces parecía mantener su actitud fría y distante, luego parecía que ese témpano podría derretirse como creí estuvo a punto de hacerlo hacía dos noches cuando estuve a punto de tener un maravilloso orgasmo y, podía decirlo con tal convicción, por la forma en la que me estaba llevando hacia el había sido… ¡Dios! Ni siquiera podía describirlo, pero me dejó en el límite, sin orgasmo y sin nada. Yo sentí su respiración agitada y su boca ansiosa sobre mis senos y sus manos en mi pero de pronto, él regresó a su frialdad y con una calma que casi me vuelve loca me envió a casa. Pasé una noche de perros, sin dormir, desesperada y acumulada. ¿Quién podría hacerlo tranquilamente con tanta hormona alborotada? A mí me las había dejado en el punto más álgido de actividad pero no solucionaría yo sola mi problema; había leído muchas novelas donde el amo le ordena a su sumisa no tocarse porque si no la castigaría y nunca, si la protagonista de la historia lo hacía, salía victoriosa. De algún modo él se enteraba y los azotes eran épicos. No, gracias, mejor no empezaría con el pie izquierdo, mejor le demostraría que yo tenía convicción para ser una buena sumisa y tal vez hasta me premiara terminando la labor que había dejado inconclusa.

 

Y la noche anterior que había recibido un premio, justo como me había dicho que me merecía por haber podido controlar mis nervios con la ginecóloga. Hecha un manojo de nervios me desnudé como me lo pidió; traté de no permitirme temblar pero no creía que hubiera tenido éxito. Aún así, desnuda frente a él, con los ojos vendados y el alma en un hilo lo toqué, torpe y cohibida pero decidida, lo besé en la ingle caliente y lo tomé en mis manos y sin pensarlo, me lo llevé a la boca. Él también me tocó, en los lugares justos para hacer desatar una explosión que no tuvo precedentes. Casi morí de placer al sentir su dedo poseerme con fuerza. Enloquecí y por espacio de un par de minutos el mundo hubiera podido derrumbarse a mis pies y no lo hubiera notado. Y sólo fue un dedo y sus labios en mi pecho… eso no había sido ni remotamente nada parecido a mis autocomplacencias y, por supuesto, nada parecido a algo que yo hubiera recordado vivir… nunca.

 

Quizá le estaba prestando un poquito de atención de más a todo el asunto de cómo me hacía sentir Edward Cullen pero era por la total falta de alguien en mi vida que se hubiera ocupado del ‘asunto’ con anterioridad, solamente era eso. No estaba enamorada ni mucho menos y tampoco planeaba estarlo, ni de él ni de nadie porque yo sólo pretendía tomar las cosas como él decía, sólo para fines prácticos, eso lo tenía muy claro. Escuché ruidos provenientes del otro lado de la puerta y traté de reincorporarme cuando estas se abrieron de golpe.

 

—Isabella.

 

Levanté mi mirada hacia él y se veía… estaba recién duchado y vestía casual, unos jeans azul oscuro y una camiseta, sin rastro alguno del hombre de negocios engreído y arrogante.

 

—Señor —Me senté en suelo y traté de ponerme de pie cuando sentí una mano cerrarse alrededor de mi brazo y levantarme de un fuerte jalón haciendo que mi brazo doliera pero no me quejé; me arrastró por el pasillo, entramos a una habitación junto a la suya y me empujó hacia el baño. Estaba un poco asustada pero no quise demostrarlo, no debía ver debilidad en mí. Abrió la llave del agua y se giró para bajar la cremallera de mi vestido que con esfuerzo me había mal subido; no tardó en quitarme la ropa y sin más, me metió bajo el chorro de agua. Brinqué por el choque contra el helado torrente y cuando quise darme la vuelta para salir, él cerró la puerta.

 

—Es para que te enfríes un poco, Isabella —dijo seco— y date prisa, te quiero en diez minutos al pie de la escalera.

 

¡Estaba loco! ¿Cómo se le ocurría? Quise gritarle algo más que un par de cosas pero me contuve. ¿Qué diablos le sucedía? Regulé la temperatura y dejé de brincar en cuanto empezó a calentarse el agua. Encontré ahí mismo varios artículos de aseo, lavé mi pelo y me enjaboné el cuerpo tan rápido como pude para no demorarme. Mientras me secaba pensé que no tenía nada que ponerme salvo el vestido pero al salir a la habitación, una bata de seda negra estaba sobre la cama. Me la puse y bajé a toda prisa esperando no encontrarme a nadie en mi camino, llegué al pie de la escalera y esperé. Esperé y esperé moviéndome intranquila por lo que a mi me parecieron siglos. 

 

—Llegaste tarde por tres minutos —dijo con voz grave—, y veo que no eres muy paciente que digamos. Ven.

 

Hizo un gesto con la cabeza para que lo siguiera. Subió las escaleras, caminó por el vestíbulo y por el largo pasillo; pude contar siete puertas incluyendo la de su habitación. Abrió una a la mitad del corredor y entró conmigo detrás. Era un dormitorio muy bonito y alegre; tenía una gran cama con la ropa de cama en colores púrpuras así como toda la decoración; en las paredes de color lila había una gran colección de espejos de todos tamaños, por donde voltearas te podías ver reflejado en uno. Una puerta corrediza de cristal que asomaba a un balcón estaba oculta tras las cortinas; había dos puertas más, una frente a otra, él abrió la del lado derecho y entró. Fui detrás de él y al habituarme a la tenue luz, abrí los ojos tan grandes como pude ante la sorpresa.

 

—Este es mi cuarto.

 

Era lo que comúnmente se llamaba un ‘cuarto de juegos’ aunque no era tan común ya que lo miraba bien porque las paredes no eran rojas como se piensa que serían todas las de este tipo de habitaciones o negras, éstas eran púrpura y los muebles eran de color madera muy oscura. No había una gran cruz de San Andrés llena de tachas pegada a una pared aunque en su lugar, ésta estaba cubierta de espejos. Del techo colgaban unos ganchos y un columpio, muy parecido al que tenía de pequeña en el jardín de mi casa. Había también una mesa grande y tres bancos de diferentes alturas estaban colocados juntos y detrás de éstos, un armario del mismo color de todos los muebles así como un chiffonnier al fondo y una cama con sábanas blancas. En la pared sobre la cama, una pintura de una mujer desnuda, sin cara le daba un toque extraño a la habitación.

 

Me giré y pude verlo observar mi reacción. Seguramente esperaba que saliera corriendo pero no lo haría. Lo miré también, me puse frente a él y bajé un poco la cabeza mirando al piso con las manos a mis costados. Tomó mi barbilla y la levantó para que lo mirara como esperando una señal y después de unos segundos bajé la mirada dándole la respuesta que buscaba.

 

—Anoche te pedí algo muy claramente, Isabella —dijo caminando a mi alrededor—  pero hoy me levanto y lo primero que veo al salir de mi habitación, es que no te marchaste y que además dormiste en el suelo.

 

—Lo siento Señor, yo…

 

—¡Shh! —me calló levantando una mano—.  No sólo desobedeciste la orden que te dí sino que también descuidaste algo mío, lo maltrataste sin tener en cuenta que no te pertenece y eso no me tiene contento. ¿Tú que crees que deba hacer ahora? Habla.   

 

Tragué en seco y apenas levanté la mirada para responder titubeante porque lo había decepcionado y eso era lo último que quería hacer. Con la voz débil respondí con lo que parecía más una pregunta que otra cosa.

 

—¿Castigarme?

 

—Efectivamente. Ahora, como todo esto es nuevo para ti y te estás entregando a mí por voluntad propia, te dejaré escoger cómo quieres ser castigada. Ten en cuenta que esto es un privilegio de alguna manera, así que debes sentirte agradecida con tu maestro por ser benévolo contigo.

 

—Yo no sé… —dije indecisa—,  escoja usted por mí, Señor.

 

—Si esperas que te dé un castigo suave, déjame decirte que no lo hay, por eso son castigos Isabella y se pretende que con ellos se modifique una mala conducta o actitud, como la que has tenido y es mi intención cumplir con ese propósito.

 

Salió del cuarto y empecé a mirar por todos lados tratando de elegir algo que me fuera conocido y que de alguna forma no me tomara de sorpresa. Miré los ganchos colgados del techo y los descarté inmediatamente, el chiffonnier y el armario debían tener mil artilugios para eso pero en ese momento no podía pensar en uno solo que pudiera elegir. Entró de nuevo al cuarto y dejé de respirar.

 

—Quítate la bata y arrodíllate, Isabella —dijo con voz fuerte pero tardé en reaccionar porque no estaba preparada para verlo con ese pantalón negro, descalzo y con el pecho desnudo. Segundos más tarde caí en cuenta de sus órdenes y me sentí algo cohibida. Ya me había visto desnuda antes pero así era diferente. Con timidez me quité la bata negra y la dejé sobre un banco. Sentí su mirada escudriñarme pero me obligué a seguir su requerimiento. Despacio, me arrodillé y crucé por instinto las manos sobre mi sexo.

 

—Me has dado el privilegio de escoger tu primer castigo y así lo he hecho. Voy a azotarte —dijo contundente— y tendrás que adivinar con qué objeto te disciplinaré, si fallas en uno, empezaré de cero y repetirás correctamente el nombre de cada uno de ellos. ¿De acuerdo?

 

—Sí, Señor  —dije nerviosa mientras acercaba el banco mediano, sacó un pañuelo negro de uno de los cajones del chiffonnier y me vendó los ojos.

 

—Inclínate sobre él y ponte cómoda, mi querida, Isabella.  —Hice lo que me indicó y me preparé para lo que fuera que él hubiera decidido para mí. Lo escuché abrir y cerrar más cajones y acercarse de nuevo—.  Dime si reconoces este objeto.

 

Me tensé. Apreté mis nalgas desde antes que me tocara con él. Pasaron segundos que se me hicieron eternos hasta que sentí en mis pantorrillas un objeto suave que hacía cosquillas, tenía como muchos hilos o flecos sueltos y largos que recorrían mi piel hasta mis muslos llegando a mis nalgas duras. Las esquivó llegando a mi espalda, estremeciéndome y arqueé mi cuerpo por las cosquillas que me daban. Acarició también mis hombros y mi cuello para volver a mi espalda; separó el objeto de mi piel y esperó mi respuesta.

 

—Es eso que tiene muchos flecos en un extremo, no sé exactamente como se llama —Admití con la voz menos débil y algo tranquila porque solo me daría un azote con ese objeto de flequitos.

 

—Esto, es un látigo de castigos Isabella, apréndete bien su nombre —Y de pronto sentí mi nalga derecha flamear de ardor. Abracé el banco y ahogué mi grito de sorpresa, jalé aire porque mi respiración se cortó ante ese primer impacto y llené mis pulmones recuperando el aliento. Él me dio tiempo para recuperar el ritmo de mi respiración y se acercó de nuevo a mí.

 

—¿Con qué estoy tocando tu piel ahora, Isabella? —Lo que sentí fue algo duro pero liso, plano y frío. Esta vez fue hacia las plantas de mis pies y a mis muslos, por delante.

 

—Es una paleta de castigo, Señor —dije animada y segura de que solo recibiría el azote con la paleta.

 

—Bien Isabella, muy bien. —Un ruido provocado por el golpe seco de la paleta contra mi nalga izquierda, se escuchó tronar en el silencio del cuarto. Jadeé de dolor y de nuevo arqueé mi espalda mientras el calor que abrasaba mi nalga corría por toda ella. Esta vez estuve más alerta y pude mantener mi respiración a un ritmo lo suficientemente normal. Me dio tiempo para recuperarme y, nuevamente, sentí mi piel ser rozada con algo… áspero. Era duro y rasposo, seguro que lastimaba si lo rozaba con más fuerza. No tenía ni idea de qué pudiera ser. Repasé en mi mente varios pasajes de mis novelas y en ninguna se mencionaba algo parecido a ese objeto. Lo sentí en mis pantorrillas, en mis caderas y en mis brazos pero ni así se me ocurría que podría tratarse.

 

—No sé, no sé, Señor —respondí en un susurro. Suspiró profundamente y dijo después de unos segundos.

 

—Esto, es un simple cepillo —dijo algo decepcionado— pero antes de que lo conozcas mejor tendrás que recordar los objetos anteriores y me dirás su nombre, fuerte y claro para que los tengas bien presentes a partir de hoy.

 

Sin perder tiempo, tomó el primer artículo y azotó con él mi nalga derecha pero en un sitio que no había tocado antes. Me tensé y jadeé sonoramente, me agité y quise tocarme para calmar mi dolor de alguna forma.

 

—Dilo, Isabella, fuerte y claro —dijo enojado.

 

—Látigo de castigos, Señor —respondí rogando que mis ojos permanecieran bien cubiertos con el pañuelo y absorbieran mis lágrimas que no tardarían en salir. Sin perder nada de tiempo, la paleta golpeó mi nalga izquierda también en un lugar diferente. Esta vez no pude contener un gritito que de no haber estado aferrada al banco, hubiera sonado mucho más ‘fuerte y claro’. Mis nalgas ardían por los golpes, estaban calientes y latían. Gemí y me forcé a decir.

 

—Paleta de castigos —No había terminado de decirlo cuando estrelló el cepillo contra mi nalga derecha. Casi gruñí y de nuevo los jadeos acompañaron las contorsiones de mi espalda. Ahogué un sollozo y con la voz temblorosa dije—.  Un simple cepillo.

 

Él bufó, soltó el cepillo y acto seguido sentí mis nalgas ser acariciadas por otro objeto. No podía pensar ya con cordura, mi mente estaba distraída con el dolor de mi trasero y no distinguía qué era ese objeto largo y delgado. No podía…

 

—¿Qué es esto, Isabella? —preguntó sin diversión en su voz—.  Si lo adivinas será el último que pruebes.

 

—¡Una fusta! —grité agitada y con la voz quebrada—.  Espere Señor, un momento, por favor —pedí para recobrarme un poco y prepararme para el próximo golpe pero él no esperó y me fustigó con fuerza. Grité sin pena, adolorida y llorando. Inmediatamente me quitó el pañuelo de los ojos y sentí sus manos rodear mi cintura para levantarme pero yo estaba aferrada al banco. No quería moverme y estaba segura que no podría ponerme de pie. 

 

—Suéltate, Isabella  —ordenó y sus dedos arrancaron los míos de la madera oscura, me cargó y me llevó a la cama. Con cuidado me recostó sobre mi costado y se colocó junto a mí, abrazándome y acariciando mi pelo suavemente.

 

—En una relación de dominio y sumisión, todos los castigos tienen un propósito y una función, Isabella —decía con una voz que en ese momento me sabía al terciopelo más suave y terso—.  Y esa es la de recordar a la sumisa la naturaleza de su relación con su amo, es la manera más directa de hacerla sentir su poder sobre ella, y esto no implica en lo absoluto el herir su amor propio ni rebajar su autoestima. Esto no es personal mi pequeña y tampoco persigue ningún otro objetivo que no sea otro que el del encausamiento de tu conducta bajo mis normas, las mismas que has aceptado cumplir —suspiró—.  Como tu amo y maestro, me complace que hayas aceptado tu castigo y lo hallas hecho con dignidad y respeto hacia mí.

 

Comencé a sentir algo caliente en mis nalgas pero ese calor no me lastimaba, era al contrario, el masaje era muy reconfortante y aliviaba mi dolorido trasero. Sollocé lo más en silencio que pude y sentí su aliento tibio en mi oído.

 

—Shh… tranquila, ahora cuidaré de ti —me susurró.

 

Un olor a incienso llenó la habitación. Era la pomada que con mucha delicadeza frotaba en mis nalgas calmando el ardor. Tocó la punta de mi nariz y el olor se intensificó. Las lágrimas siguieron saliendo de mis ojos en silencio y abracé una almohada junto a mí mientras continuaba sintiendo sus suaves caricias en mis nalgas. Poco a poco me fui relajando y sumiéndome en la inconsciencia pero todavía podía escuchar su voz.

 

—Eso es, relájate —dijo al sentir mi cuerpo laxo—.  Mi terca, Isabella.

 

—Bella —susurré siendo lo último en decir antes de caer en un profundo sueño—,  es Bella.

 

***.

 

Cuando me desperté, me estiré con pereza y abrí la boca dando un grito no muy fuerte. ¡Me dolía todo! Los brazos, las piernas, la espalda pero sobre todo, me latía el trasero. Me senté con cuidado haciendo a un lado la manta que me cubría; estaba desnuda y empezaba a recordar todo. El castigo, los azotes, él… y como si lo hubiera invocado entró a la habitación y con una sonrisa pequeña quedó de pie junto a la cama.

 

—¿Cómo te sientes? —me preguntó tan naturalmente que me desubicó por un momento. Estiró un brazo y tomó la bata de seda negra que me puse esa mañana.

 

—Un poco adolorida pero estaré bien.

 

—Ahora ven conmigo —sostuvo abierta la bata para que me la pusiera y con cuidado salí de la cama—,  eso es.

 

—Gracias, Señor —me dio su brazo para que lo tomara y casi me colgué de él para no perder el equilibrio.

 

—Hay algo que quiero mostrarte —dijo mientras íbamos por el pasillo hacia la habitación donde me di ‘una rápida ducha’ por la mañana. ¿Por la mañana? Miré hacia las ventanas y ya la tarde empezaba a caer—.  Dormiste mucho, estabas cansada —Me aclaró.

 

Se adelantó un paso y abrió las dos puertas de la habitación de par en par, haciéndose a un lado para que entrara. Me quedé a mitad de la hermosa pieza. Antes no pude fijarme por la prisa que tenía por estar a tiempo al pie de la escalera pero ya que veía todo sin prisas podía admirar lo bella que era. Demasiado grande para ser un dormitorio, ya que tenía hasta una pequeña salita con los sillones forrados en tela de un rojo muy suave, color fresa podría decir y una chimenea frente a ella. Las cortinas eran blancas y estaban combinadas con otras del vivo tono, así como la ropa de cama en los mismos colores formando un estampado muy alegre. Muchos cojines y almohadones descansaban sobre la cama que tenía a cada lado las mesitas de noche con sus respectivas lámparas. El cabecero era de madera y le daba un marco muy bello a toda la decoración.

 

—Es muy linda, Señor —dije pasando la mirada por todos lados.

 

—Por aquí —dijo tomando mi mano y ese estremecimiento raro que corría por donde me tocara se dejó sentir de nuevo. Me guió a una puerta junto al baño y entramos. Era un vestidor lleno. Había de todo en él. Desde zapatos, carteras y accesorios para los muchos vestidos que colgaban en sus ganchos.

 

—Todo esto es tuyo, para que lo luzcas para mí —dijo serio—.  La habitación también es tuya, puedes cambiarla y redecorarla como gustes, siéntete libre de hacerlo sin preguntarme, es tu espacio y quiero que te sientas a gusto aquí así como en toda la casa.

 

El escuchar sus palabras fue como recibir un golpe en el estómago. ¿Había dicho que ésa era mi habitación? ¿No me quedaría con él? Él estudiaba mis expresiones y antes de otra cosa dijo con ese tono suave y calmado.

 

—La cena se servirá en una hora, puedes darte un baño y arreglarte con calma, te quiero preciosa para mí —Se acercó y se detuvo antes de acercarse demasiado—.  Por cierto, no uses nada rojo esta noche.

 

Me quedé en medio del vestidor confundida y rodeada de esa insultante cantidad de vestidos que se burlaban de mí, sintiéndome relegada. Eso no era de ninguna manera lo que yo había esperado que sucediera. No, eso no estaba para nada bien. Lo que debía pasar, era que yo me quedara con él y me hiciera el amor salvajemente durante toda la noche o jugáramos en su cuarto y yo estuviera feliz por aprender todo lo que quisiera enseñarme junto con un par de nalgadas juguetonas no como las de esa mañana, siempre trataría de portarme bien y complacerlo. Así era como deberían pasar las cosas, justo así.

 

Triste y enojada, fui hacia el baño y el chorro caliente me ayudó a relajar mis músculos tensionados. Escogí un vestido estilo griego y suelto porque no resistiría nada ajustado esa noche. Me arreglé sin mucho maquillaje y me puse un poquito del perfume que estaba sobre el tocador. Diez minutos antes de la hora, bajé y esperé al pie de la escalera.

 

—Simplemente hermosa —susurró en mi nuca y me estremecí— y puntual —sonrió. Tomó mi mano y me dio una vuelta para mirarme. Me llevó hasta el comedor que era muy hermoso y enorme y me ayudó a sentar. No dolió tanto como pensé. El se quedó de pie detrás de mí abriendo una botella de vino, la dejó respirar y sirvió un poco en mi copa para luego llenar la suya. Yo observaba sus movimientos y maldecía por dentro por su errónea decisión.

 

­Una mujer regordeta y con cara amable sirvió la cena; me sonrió. Sobre la mesa dejó varias entradas de langosta y camarones con diferente tipos de lechuga y aderezo. No me había dado cuenta que sería mi primer alimento del día hasta que mi estómago hizo un ruido vergonzoso.

 

—Lo siento —murmuré sintiendo mi rostro encenderse de pena.   

 

—No tienes porqué Isabella, es comprensible que tengas hambre —dijo rozando mi mejilla con el dorso de su mano—, come por favor, lo necesitas.

 

Sonreí antes de atacar los platos y no sabía si era mi hambre o de verdad estaban deliciosos pero comía con un entusiasmo feroz. Comenzó a escucharse una música calmada y la plática se tornó en una serie de preguntas sobre mis gustos musicales. Era bastante extraña la forma en la que se comportaba durante la cena, parecía que dejaba a un lado su coraza y realmente disfrutaba del momento, de la comida, de la compañía, como si fuera algo especial para él.

 

—Háblame de tu padre, Isabella —me pidió de pronto y dudé un poco.

 

—Él es una buena persona  —reconocí—,  es un gran papá. Aunque me dolió mucho que me dejara en el internado, sé que fue lo mejor que podía hacer con una hija de 13 años y viudo. Se preocupó de encontrar un buen lugar en el que cuidaran de mí y recibiera una buena educación mientras él se dedicaba a su empresa que lo mantiene ocupado todo el tiempo.  Está cien por ciento dedicado a ella, es su vida.

 

—Así como lo eres tú, ¿no?

 

Asentí y luego rectifiqué.

 

—Sí, Señor.

 

—¿Y una empresa de qué?

 

—De acero, Señor —dije en un murmullo. Él se me quedó mirando serio.

 

—¿Tú eres hija de Charles Swan?

 

—Sí, Señor  —Él asintió y continuamos cenando. Diablos, sólo esperaba que no me rechazara otra vez; él sabía ya quién era mi padre y tal vez no le hiciera nada de gracia tener como su pupila a la hija de un importante y reconocido empresario, pero ése era mi padre, el que había dejado el alma trabajando y haciendo crecer su empresa hasta un punto ridículo. Todo ése mundo empresarial no era yo, no significaba nada para mí más que el único motivo que hizo que creciera alejada de mi padre, nada más.

 

Terminamos de cenar y me guió a un salón que no tenía la formalidad para ser el principal de esa enorme mansión, tenía muchas repisas llenas de libros y me acerqué mientras él se servía una copa de brandy. Los libros eran de arquitectura y había muchos más de lugares exóticos y viajes. Me estaba arriesgando a hacer algo que tal vez no le gustara pero él sólo me miraba llevándose la copa a los labios, sin expresión en el rostro sólo estudiando mis movimientos como un felino observando a su presa. Tomé un libro de la India y me giré hacia él.

 

—¿Puedo Señor? —Le pregunté teniendo en cuenta que quería que me sintiera a gusto en su casa. Él asintió y me mordí la lengua para no decirle ‘cuando te pregunto algo quiero que respondas’ eso era tentar al diablo y mi trasero no podría soportar otra sesión de reconocimiento de objetos básicos para los castigos.

 

Se acomodó en uno de los suaves sofás de cuero marrón y palmeó el espacio junto a él. Me senté junto a él con el libro en mi regazo y me lo quitó para ponerlo del otro lado de su cuerpo.

 

—Hoy te castigué, Isabella —dijo pasando su brazo por mis hombros—. No espero que entiendas al primer par de azotes el verdadero significado del placer que todo esto encierra, solo quiero que tengas muy claro que el poder es mío y que las decisiones las tomo yo.

 

—Me queda claro, Señor —respondí respetuosa y sentí mi brazo erizarse al contacto de sus dedos. Mi cuerpo comenzó a reaccionar con esa pequeña caricia y sabía que no tardaría mucho en darse cuenta del poder que ya ejercía en mí. Acariciaba mi brazo y ocasionalmente mi espalda parcialmente desnuda provocando que por todo mi cuerpo corriera una especie de corriente que alcanzaba hasta las zonas más impensables. Él parecía tan tranquilo, controlado, como si dominara cada expresión y reacción de su propio cuerpo y eso lo hacía ante mis ojos mi más acertada elección.

 

—La honestidad y la confianza deben ser algo primordial en esto, me agrada que lo entiendas porque de eso dependerá una buena relación; debes confiar plenamente en mí, Isabella.

 

—Yo confío en usted.

 

—Entonces —su aliento caliente rozaba mi cuello—,  dime ¿cuánto tiempo ha pasado desde que tuviste sexo por última vez?

 

Mi rostro giró y mis ojos se clavaron en los suyos. No vi venir esa pregunta, no tan pronto ni tan de sorpresa. Me separé un poco de él y mis manos sudaban enrollándose nerviosas en mi regazo. Él tenía razón, él debía saber todo de mí pero estaba consciente que de mi respuesta dependía el futuro de mi recién iniciada relación con Edward Cullen y no había posibilidad de disfrazarlo porque tarde o temprano se enteraría, no tenía opción.

 

—Porque para alguien que ha tenido relaciones desde muy pequeña, pareces un poco fuera de práctica, ¿no lo crees? —Me lanzó con ironía y yo sentí que la sangre abandonaba mi rostro. Su brazo me atrajo de nuevo a él y me paralicé.

 

—Creo que no he sido lo suficientemente claro, Isabella —dijo después de darme tiempo de sobra para responder—.  Si no puedes con una simple pregunta, que no veo porqué te cuesta tanto contestar, ¿cómo puedo esperar que tengas el temple para esto?

 

Con fuerza, tomó mi cara con su mano libre y la giró hacia él buscando mi boca. Sus labios juguetearon un poco alrededor de los míos dejando besos que no tenían nada de inocentes, eran atrevidos, incitadores y calientes. Gemí sorprendida pero no me moví, al contrario, giré mi cuerpo para darle mayor acceso a mi boca, a mí o a lo que quisiera tomar. Mi cuello comenzó a ser acariciado con movimientos circulares de sus dedos que encendían esa mecha que instantáneamente me hacia perder todo contacto con la realidad y de pronto sus labios se movían sobre los míos buscando el acceso que no le negué. Quería sentir su lengua apoderarse de la mía, que la dominara y regara su dulce sabor pero fue mucho más que sólo eso. Fue una demostración de poder, de mando al que respondía con una facilidad extrema. No era incómodo ni difícil, me resultaba realmente delirante entregarme a su voluntad. Me recostó sobre el sofá, empujándome con su cuerpo y colocándose encima de mí. Yo respiraba por la boca y mi pecho subía y bajaba. De pronto se detuvo y quedó rozando mi cuello con sus labios. Se reincorporó, se puso de pie y se alejó del sofá pasándose la mano por el desordenado cabello.

 

—Sube a tu habitación Isabella, es tarde ya. —Me ordenó. Me senté e hice un esfuerzo por recuperarme del arrebatado momento y enfadada por ser rechazada de nuevo y, porque no podía hacer otra cosa más que obedecerlo, me dirigí a la puerta. Me di media vuelta y dije en un murmullo.

 

—Siete años… casi siete años, Señor.

 

Edward no se movió y ya que me daba la espalda no pude ver su reacción pero algo me decía que no era nada bueno su silencio. Permaneció mirando por la ventana las luces alejadas de la ciudad con la copa de brandy en la mano. Cerré la puerta tras de mi y subí corriendo las escaleras hasta llegar a la habitación que había designado como mía. Me desvestí y me puse un camisón azul muy pequeño, como todos los que había ahí y sus respectivas bragas; me lavé la cara, me cepillé los dientes; quité la infinidad de cojines y almohadones sobre la cama y me hundí bajo el gordo edredón de flores color fresa. No quería pensar en nada; traté de poner mi mente en blanco y relajarme para poder descansar, sólo quería dormir y nada más.

 

Estaba ya casi dormida, me encontraba justo en ese punto donde ya no distingues si lo que vives es la realidad o un sueño y los sonidos se escuchan muy pero muy lejanos; mi cuerpo ya no pesaba ni mi trasero dolía y me sentía en paz. En ese estado de ensueño, sin desearlo reviví cada segundo desde que me levantó del suelo y me metió a la regadera esa mañana, los azotes, cada palabra suya y después cómo había cuidado de mí, sus suaves palabras como el terciopelo, sus manos sanando mis rojas y sensibles nalgas, emanando su calor, aliviándome.

 

Era todo tan real, como cuando se sueña en 3D y en high definition, hasta se pueden sentir los olores y casi hasta los sabores pueden también paladearse en la boca. Sus grandes manos moviéndose en círculos en mi piel pero ya no calmándome sino encendiéndome y haciéndome arquear mi cuerpo para sentir aún más esa fricción que primero estuvo en mis nalgas y después subió a mis senos. Sí, era una sensación incomparable la que me provocaba Edward, me hacía gemir sin pudor y retorcerme como poseída buscando su contacto. No quería despertarme…

 

¡Tócame! —le pedía en mi sueño—. Más.

 

Mi cuerpo giró sobre la cama y jadeé al sentir que mi pezón era atrapado por su boca tibia y húmeda. ¡Oh Dios! ¡Qué bien se sentía eso! Sus labios alongando mi duro pezón y un gritito salió de mi garganta al sentir que su mano se abría paso entre mis empapados pliegues. Invadió mi centro y jugó con mi clítoris tocándolo repetidas veces y muy rápido para después recolectar mi humedad e introducir un dedo en mi, o dos…

 

—Así, Bella… acabemos con siete años de maldición.

 

Al escucharlo tan real parpadeé para abrir bien los ojos y pude ver su silueta sobre mí, moviéndose sobre mi pecho al devorar mis senos y sentirlo jugando entre mis piernas. Me moví levantando mi pelvis y él murmuró entre mis senos…

 

—Sí, muévete así.

 

Tenía que buscar esa fricción mágica que ya conocía y me gustaba que no me pidiera que me quedara quieta, de todos modos no podría, la necesitaba para explotar de una vez y apagar el fuego que me calcinaba por dentro. Se movió tirando el edredón al piso y despacio, se colocó sobre mí, acomodándose entre mis piernas, tomando una de ellas enrollándola en su cintura y entonces pude sentirlo, duro, grande, vibrante… Nunca abandonó mis senos, los mordía y succionaba con fuerza, con algo de rudeza tal vez pero era una sensación exquisita que hasta con ellos quisiera dejar claro que él tenía el control.

 

Jaló uno, fuerte entre sus dientes, lo estiró y de pronto me mordió junto al pezón. Grité de dolor y al repetir la misma acción, sentí que se clavaba en mi, como si me enterrara una antorcha encendida que me penetró hasta lo más profundo y se quedó ahí, sin moverse, esperando a que el aire regresara a mis pulmones y pudiera seguir con la invasión a mi cuerpo.

 

—Va a pasar, va a pasar —susurró con dificultad y cuando empecé a relajar mi pelvis y mis músculos, Edward comenzó a moverse lentamente dentro de mí. El dolor no era como recordaba, era peor, era abrasante por las llamas de deseo creciente en mi interior y que creí que nunca llegaría a sentir; eso que tanto ansié experimentar por fin lo estaba viviendo y era tan diferente a lo de antes… que me fue imposible no notar que esta vez no me sentía sucia, no era desagradable, no me asqueaba y no me urgía que saliera de mí.  Quería que permaneciera ahí conmigo, anidado en mi cuerpo, adentro, mío. Un instinto de posesión fue revelándose y apreté mis paredes para mantenerlo dentro.  

 

—Ahh… —gimió y con cuidado fue saliendo de mí, jadeé por el abandono pero regresó con fuerza y grité por sentirlo de nuevo. Salió y entró de mi cuerpo muchas veces, haciendo crecer un abismo que atraía todo órgano, venas y huesos en mí. Era muy intensa esa sensación, me daba miedo porque era tan avasallante que sentía que me tragaría entera. El abismo creció y creció hasta hacerme llegar a un punto del desmayo cuando exploté. Me partí en mil pedazos y me iluminé de mil colores pero Edward solo se detuvo un momento en su afrenta, sus intromisiones se hicieron más rápidas y con más vigor. Estaba muy agitado enterrándose en mi cuando otro orgasmo reventó en mi cuerpo junto con el suyo. Se dejó caer a mi lado, agotado al igual que yo. Un par de lágrimas corrieron hacia mis sienes pero no me pude mover para limpiarlas, solo mi pecho se movía por el esfuerzo de respirar.

 

A nuestro alrededor todo se detuvo, éramos dos seres inanimados acostados uno junto al otro, respirando y parpadeando nada más y en esa posición, pasamos un par de minutos sumidos en un silencio total hasta que se puso de pie y se dirigió a la puerta.

 

—El desayuno se servirá a las nueve en la terraza.*





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